sábado, 20 de marzo de 2010

De la noche en que Amelia decidió desaparecer

Amelia recibió la noticia de que tenía Esclerosis Lateral Amiotrófica. Se lo tomó con calma. Su médica la miró sombríamente, adivinando ya en su rostro pálido el futuro mutismo y acinesia, de la que sólo se salvarían sus movimientos oculares para comunicarle al mundo que estaba viva.

Amelia guardó silencio, mientras observaba con calma a la galena. A Amelia se le caían repetidamente los objetos de las manos y había sufrido un par de cortaduras en la cocina y una quemadura de segundo grado por la cual consultó. También había tenido contracciones musculares repetidas en los brazos, incluso cuando iba a dormir, reflejos exaltados y dificultad para hablar. Pero eso no era un gran problema.

Amelia era solitaria y un poco huraña. Su semblante altivo obedecía a una desesperanza aprendida, a una aceptación de la imposibilidad de todo, de la relatividad de cada cosa. Sólo una verdad existía para Amelia: el mundo marcha como debe, así no lo entendamos. Quedar encerrada en su cuerpo no era de ninguna manera desastroso. Podría estar siempre en silencio sin que la culparan de mal carácter, podría pensar sin que le preguntaran en qué, podría dejarse morir. O mejor aún, podría hacer lo que le viniera en gana ¿quién se atrevería a coartar los últimos deseos de una moribunda? - Todos estamos muriendo- pensó Amelia. Esa era la otra verdad de su vida.

Amelia no tenía sueños que romper. La ELA no constituía un drama, no era una mártir aferrandose a la supervivencia y luchando inutilmente contra la vida. Era casi una bendición conocer los límites de las posibilidades, una liberación de las presiones sociales, un reto para superar sus futuras discapacidades probando su recursividad, y era un privilegio pensar sin las miradas de los otros.

Creo que desde que nació, Amelia decidió desaparecer. Desde que era una niña soñaba transformarse en un personaje de cada libro que leía, vivir esa historia y así mismo tener un final. Luego, cada vez que estaba triste guardaba silencio absoluto, se tornaba inmóvil, casi catatónica y felíz. Su madre se enfurecía y la empujaba a hablar, así que sólo persistía la inexpresión de sus facciones, pronto rota también. No hizo nada cuando la sangre de su útero amenzaba con dejar escapar su vida. Desde muy joven ya no era fértil. No era fértil su útero ni su corazón.

Con la ELA no perdería el control de sus esfínteres, es decir, aún sería dueña de sus necesdiades fisiológicas más pudorosas y con eso le bastaba, aunque sabía que esto no ayudaría mucho en sus cuidados.

Amelia pensó en todo esto, aún sentada ante el rostro moreno de la hija de Esculapio que se sentía desfallecer de la impotencia y la condena de desauciar. Amelia pensó cuán diferentes eran sus mundos. Aquella Atenea veía brazos, hombros, cráneos, cientos de cuerpos humanos; en otras palabras, el clímax de la vida, del universo, la iluminación más grande que cualquier humano pudiera desear. Y sin embargo, Amelia estaba felíz de no tener que pensar en eso de nuevo. Recordó un cuento corto de un periodista español, Juan José Millás. Recordó que somos extraterrestres, todos los días lo revivimos, nos sentimos ajenos cuando cae la tarde, las 6 de la tarde, el cielo azul cruzado por una bonita beta rosa que parece nacer de los árboles y adopta un caprichoso trayecto.

Amelia salió e hizo lo que más le gustaba. Caminó hasta el campus donde trabajaba, lo recorrió, compró un brownie con helado que ese día estaba más delicioso que nunca y lo comió lentamente mientras observaba la bonita beta rosa desaparecer del cielo. Tres chicas le pidieron que les sacara una foto, les tomó varias, muchas, en realidad, porque no había nadie mejor que ella para tomar fotos, especialmente esas que deben quedar como recuerdos de una fecha importante, que en ese momento parece trivial. Entró a teatro. Caminó de nuevo y lentamente. Se acostó en el suelo, entre muchos jóvenes que esperaban el inicio de un concierto en el parque del barrio. Miró el cielo, sintió el viento, mandó muchos besos a cada una de las personas que amaba. Justo en ese momento iba a desaparecer, pero...ah...el amor. Ni Amelia puede resistirse al amor.

No te ilusiones. Amelia no cambió de idea, sólo la aplazó. Fue a casa y besó a todos, comió algo caliente, llamó a Juan Bautista y le dijo que lo amaba y lamentaba que estuvieran lejos. Se sintió en paz con ella misma cuando puso todo en órden: su colección de objetos patriotas y sus cuadernos de recortes, sus archivos del computador y los álbums de fotos. Lo organizó todo en su pequeño cuarto.

Sonrío de nuevo a cada uno de los que amaba y les hizo los buenos chistes de siempre. Volvió a salir, pero no fue al congestionado parque. Fue a su lugar favorito, una manga detrás del museo, donde podía quitarse los zapatos, ver las flores, árboles, el cielo, sentir el viento en el cuello y escuchar la suave música de los jóvenes artistas. Allí se acostó, concentrada en el murmullo de las hojas. Se sintió profundamente felíz y concentró su pensamiento en la estrella polar. ¿Por qué no se ve desde este valle? Sintió la parálisis de todo su cuerpo, recordó la Fábula del Mar en los Ojos, el amor y el desamor. En resumen, se acordó de Dios.

Era un momento difícil. Amelia se dió cuenta de que sí tenía esperanzas en su corazón. Morir no era fácil. Quizo concentrarse de nuevo en la estrella polar, y dejar que su cuerpo se despedazara y elevara desintegrando cada átomo de su cuerpo, de manera que ella, polvo estelar, dejara al partir una ausencia de recuerdo. Quería dejar el hermoso paisaje natural sin su imagen para integrarlo a su mente, así, no recordaría en la vida eterna cabezas, cientos de brazos ni bocas humanas.

Amelia lo intentó pero no pudo. No pudo morir. Consternada se levantó del suelo con las luciérnagas acusándola. Volvío a casa, volví a casa... y ahora, estoy terminando de escribirte esta historia, sobre esta noche, en la que decidí desaparecer...pero no pude.

Amelia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario