jueves, 1 de julio de 2010

El muchacho de la patilla-navaja

HISTORIA NÚMERO 1 DE CUANDO FUI A TEATRO

Nunca había ido sola al teatro y me gustó. Al principio no me sentí muy cómoda. Tuve algo de vergüenza, un sentimiento de estar en el lugar inadecuado, como mosca en leche.

Una obra de vampiros, espectadores que iban vestidos de negro, cubierta la piel con base muy blanca, cabellos azabache o de fuego sueltos y delineados los rasgos del rostro. Y yo que para la ocasión había preparado mi camisa roja (mi máximo esfuerzo por participar en el horror), pero sin caer en cuenta de que tiene en medio una mariposa gigante, y además, el único dije rojo que tengo es en forma de fresa.

Al frente había un chico con una mitad de la cabeza rapada y el resto del cabello largo y lacio, cuidadosamente engominado, descendiendo inmóvil por la línea media del cráneo. La patilla del lado rapado era muy larga, también petrificada con gel para peinar, y cuando giraba, me daba la impresión de que podría seccionar cualquier cosa con ella -¡y él moviéndose de manera tan poco cuidadosa!-.

Pálido y perfilado, resaltaban unas pestañotas negras...y la patilla. Agradecí que las pestañas fueran inclindas hacia abajo, y presiento que ese detalle es por solidaridad de los folículos pilosos, que habiendo sido despojados de su reino y territorio axial, decidieron vengarse y restar temeridad a aquel muchacho ocultando su mirada, seguramente horripilante. Y es que sólo describí la mitad de su cabeza, pues no tuve el valor para mirar el resto. Nada más verlo me causaba escalofríos.

Ahora me entra un poco el sentimiento de culpa por referirme a la aversión que me causa...como si no tuviera otros aspectos (necesariamente diferentes al físico). Pero creo que si él me escuchara, le parecería halagador. Por mi parte, habiendo consolado ya mi culpa, me alegra bastante sorprenderme hablando de este modo. Debo confesar que su apariencia me hechizaba porque él logró impresionarme, apesar de que mi oficio me ha llevado a contemplar el cuerpo de una forma tan metódica. Trataba de imaginarme examinándolo, contemplando su oreja como las de cientos de otros, describiendo topográficamente el sitio en el que el pearcing perfora el labio, observando inadvertidamente el resplandor de la luz sobre los vellos y el movimiento normal del tórax. Todo eso sin sentir nada, haciendo el ejercicio cotidiano sin ningún sobresalto.

Y sin embargo, no podía. La piel blanca resplandecía bajo la media luz y me parecía sentir ya el frío de la cara, ya el frío de los labios, ya un corte de la patilla-navaja.

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